El acontecimiento de Fatima
«Gracias al corazón misericordioso de nuestro Dios, que desde las alturas nos visita como sol naciente» / Lc 1,78
Fátima sucede como una irrupción de la luz de Dios en las sombras de la Historia humana. En el amanecer del siglo XX, hace eco, en la aridez de Cova de Iria, la promesa de la misericordia, recordando a un mundo arraigado en conflictos y ansiosos de una palabra de esperanza de la buena nueva del Evangelio, la buena noticia de un encuentro prometido en la esperanza, como gracia y misericordia.
«No temáis. Soy el Ángel de la Paz. Orad conmigo.»Es como una invitación a la confianza que inaugura el acontecimiento de Fátima. Precursor de la presencia de la luz de Dios que disipa el miedo, el Ángel se anuncia por tres veces a los videntes, en 1916, con una convocatoria a la adoración, actitud fundamental que los ha de predisponer para acoger los designios de la misericordia del Altísimo. Es esta convocatoria al silencio habitado por la presencia transbordante del Dios Vivo la que se ve reflejada en la oración que el Ángel enseña a los tres niños: Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo. Postrados por tierra, en adoración, los pequeños pastores comprenden que allí se inaugura una vida renovada. De la humildad de la postración de toda su existencia en adoración ha de brotar el don confiante de la fe de quien se hace discípulo, la esperanza de quien se sabe acompañado en la intimidad de la amistad con Dios, y el amor como respuesta al amor inaugural de Dios, que fructifica en el cuidado por los otros, particularmente por los que se sitúan al margen del amor, por los que «no creen, no adoran, no esperan y no aman». Al recibir del Ángel la Eucaristía, los pastorcitos ven confirmada su vocación a una vida eucarística, a una vida hecha don a Dios por los demás. Acogiendo, por la adoración, la gracia de la amistad con Dios, son comprometidos, por el sacrificio eucarístico, con la ofrenda total de sus vidas.
«¿Queréis ofreceros a Dios?»En mayo de 1917, la Señora llena de gracia se anuncia transbordando la luz de Dios, en la cual los videntes se ven «más claramente de lo que nos vemos en el mejor de los espejos». En la experiencia mistagógica de la luz que emana de las manos de la Señora, los pequeños pastores están llenos por una presencia que se graba indeleblemente en lo más íntimo y los consagra testigos proféticos de la misericordia de Dios que, desde el fin de la historia, ilumina el enredo del drama humano. El secreto que en Fátima se da es precisamente la revelación del misterio humano a la luz de Dios. En las imagenes que se suceden en la mirada de Jacinta, Francisco y Lucía, se ofrece la síntesis del drama difícil de la libertad humana. La visión del infierno es memorial de que la historia se abre sobre otros horizontes, más definitivos de lo que inmediato, y que Dios ansía tanto por ese encuentro escatológico en el que la persona es recuperada para el amor en cuanto aprecia su libertad. Así también, la visión de la Iglesia mártir -que, encabezada por el obispo vestido de blanco, atraviesa las ruinas de la gran ciudad, cargando su sufrimiento y su oración, para postrarse, por fin, delante de la Cruz- evoca una historia humana axfisiada en las ruinas de sus enfrentamientos y de sus egoísmos, y una Iglesia que carga esas ruinas, cual viacrucis, para entregarse finalmente a Dios en un don total, delante de la Cruz -símbolo del don del propio Dios. Esa Iglesia es semilla de otro hecho de vida lleno de gracia, a la imagen del Corazón Inmaculado de María. El corazón de aquel que se consagra a Dios es inmaculado por su misericordia y, por ella, ungido en misión. El secreto que en Fátima se da es revelación de la confianza de que, por fin, este Corazón Inmaculado lleno de gracia triunfará. El hecho creyente del Corazón Inmaculado se ofrece como oración y como sacrificio. La Señora del Rosario convoca insistentemente a los videntes a la oración, ese lugar de encuentro en el que se enraizará su intimidad con Dios. Los trazos concretos de la oración pedida en Fátima son los del rosario, recordado por la Señora en cada una de las seis apariciones, bajo el signo de la urgencia. En esta pedagogía humilde de la fe orante, el creyente es convocado a acoger los misterios del don mayor del Cristo en su corazón y a dejarse llamar por su amor que redime las heridas de la libertad humana. Que el rosario siga apuntando como camino para la paz es señal de que el acogimiento del Verbo llena de gracia el corazón humano, cautivo de egoísmo y de la violencia, y pacifica la historia con el coraje de los humildes. La intimidad con Dios transforma la vida en sacrificio por los hermanos, particularmente aquellos sobre quien recae la mirada compasiva de Dios. El don de si, esto es lo que significa el sacrifico. Amado como hijo, el corazón humano se renueva a imagen del Padre y asume toda su pasión por la humanidad. Cara a los dramas del mundo, la libertad centrada en Dios se implica en sus designios de misericordia que abarcan a cada mujer, a cada hombre, en la misión reconciliadora del Hijo de reunir a todos en un solo redil (Jn 10, 16). En la gramática difícil del sacrificio, la vida es asumida con coraje en su verdad y la libertad es pulida para el don de si. Como que en la transparencia de este don de si por los otros, brota la invitación a la consolación del Dios de toda la consolación (2Cor 1,3). En el desconcierto de esta invitación se manifiesta la verdadera amistad con Dios. La mirada de lo íntimo de Dios encuentra su tristeza cara a los vacios del amor de los dramas de la historia y de las libertades humanas, y se deja conmover, para luego desear consolar al propio Dios. En el último encuentro con la Señora del Rosario, en octubre, la esperanza en la promesa del triunfo del Corazón lleno de gracia es sellado con la bendición del Cristo.
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